14 de noviembre de 2009

Recuerdos literarios

Mi papá era el mecánico de una empresa recolectora de residuos, y sus compañeros de trabajo eran pues, otros mecánicos, los choferes de los camiones y los recolectores. Estos, si alguna vez prestan atención lo verán, llevan detrás del camión, justo en la parte donde se tira la basura, una lona atada a ambos lados del camión que hace de gran bolsa, en ella, van colocando las cosas que la gente tira pero que aún pueden servir, entre esas cosas juntaban libros, no en el romántico sentido que seguramente ustedes están pensando sino para venderlo como papel. 

 No sé con qué artimaña mi padre los convenció y cada vez que juntaban libros se los daban a él. 

 Esta es la razón por la cual en mi casa si se revolvía un poco la biblioteca se encontraba desde el Manifiesto Comunista hasta Otelo, pasando por libros en alemán, inglés, francés e idiomas indescifrables así como Ibsen, recetarios, Sábato, biblias, Hemingway, Freud, libros de medicina y demás tema que se haría imposible enumerar. 

 Yo contaba con cinco años, y había pasado victoriosa mi primera aventura donde, semialfabetizada me entablé en una lucha cuerpo a cuerpo con las letras y me zambullí de cabeza a leer “Mujercitas” de Louisse M. Alcott, así que me animé y me sumergí en el mundo fatal de Horacio Quiroga y leí “Cuentos de la selva”, lo hacía a la noche, cuando me iba a acostar, rápido porque no quería escuchar el: “apagá la luz” en medio de la Gama Ciega. 

 A Quiroga le siguió Jorge Washington Ábalos, con “Shunko” y luego creo que “Chico Carlo” o “Mi planta de naranja lima”, obvio todos bajo la previa selección de mi padre a quien debo el placer por la lectura. 

 Y después de este gula literaria, la escuela. 
Primer grado. 
Teníamos un libro de lectura, ni siquiera recuerdo el nombre, ¡estaba tan emocionada con mi librito forrado con “contac” transparente! Comenzamos a leerlo a medida que nos “enseñaban” a leer. 

Todas las lecturas referían a la misma familia, Mamá, Papá, Ana que era la hija y su hermanito que no tenía nombre hasta casi la mitad del libro que descubrimos que se llamaba Tomás. 

Y comenzaba así: Ana amasa la masa. Papá fuma su pipa. Mamá ama a Ana. 

Claro, el hermanito no podía tener nombre porque era imposible que alguien leyera “Tomás” a esa altura del año. Casi al final del libro decía “la familia se divertía mucho en la piscina” y un compañero leyó: “la familia se divertía mucho en la pileta” Muy bien le dijo la maestra. “Pero no dice pileta”, dije sin ánimos de ofender, “dice piscina.” “Sí, pero como ustedes no saben leer piscina, hagamos de cuenta que dice pileta”. 

E hice de cuenta, total, no era ni pizca de importante que la familia se divirtiera en la pileta/piscina ya que pobre gente, después de amasar la masa, fumar su pipa y mimar a Ana no les pasaba otra cosa. 

 Creo que ese fue el punto donde la literatura se abrió ante mí en dos caminos opuestos, uno, la escuela con Ana y sus papás y otro con Quiroga, con la tortuga gigante, con los montes santiagueños, con yacarés, surubíes y lechiguanas que hacen vasijitas en la tierra para poner su miel… No me transportaba a ningún mundo Ana amasando la masa, ni su papa fumando su pipa, ni siquiera aún, que se diviertan en la piscina. 

Nunca me atreví a decirle a la maestra que en casa leía libros de verdad, porque temía a que me lo prohibieran, por esa extraña razón que solo podíamos leer determinadas palabras. 

 Cuando logré encontrar un punto de contacto entre ambas fue durante la escuela secundaria, las dos literaturas se unieron, no digo en un solo camino, pero al menos eran paralelos. Entró a mi vida la profesora de literatura de primer año, me acuerdo de su nombre, se llamaba Ida Mugno, nos hizo leer “Historia de Luz y Sombra” de Ada María Elflein, era una selección de cuentitos de la época colonial, más tarde “El cantar del mío Cid”, “El Quijote”, me maravillé con “La dama del alba” de Alejandro Cassonas, conocí a Gregorio de Laferrere a través de “Las del Barranco”. Luego tuvo el buen tino de pedirnos con una selección de cuentos para el primer nivel donde ya se colmó mi mundo literato de placer: Ray Bradbury, Borges, Manuel Mujica Lainez, José Martí, Marco Denevi. 

 Así pude ir haciéndome mi perfil de lectora y descubrir que me gustaba la literatura gauchesca, hice mi incursión por el Martín Fierro, por Don Segundo Sombra, caí hipnotizada ante Payró con sus cuentos de “Pago chico” y “El casamiento del Laucha”, descubrí a los “Cuentos fatales” de Lugones, a “La gallina degollada y otros cuentos” de quien fuera mi primera inspiración por esos lares de la literatura, Horacio Quiroga. 

 Entre la escuela y la biblioteca de mi casa donde ya los libros se guardaban en cajas apiladas unas arriba de otras porque no había más lugar donde ponerlos, y la vigilancia extrema que debíamos ejercer sobre mi madre, ya que en sus “limpiezas generales” pasaba dos o tres cajas de libros a su destino original que era la basura, me forme como lectora compulsiva, eso sí, no de gran paladar. 

Debido a la variedad, consumí todo cometiendo el pecado capital de la gula. Lindo y feo, conocido e ignoto, best seller y obras maestras, “Selecciones” y revistas “Humor”. Incluso había un ejemplar de la revista “Hortensia“ También leí lo que no debía. Ya contaba con 14 años y salteaba la restricción de mi papá, con total libertad leía lo que quisiera, recuerdo que a esa edad leí “.............“ (No pongo el nombre para que no hagan lo que yo y vayan a leerlo ahora, cuando sean más grandes se los digo) creo que el estupor me impidió hablar durante semanas, aún así lo terminé. 

 Mis horizontes se fueron ampliando y llegué a “El hombre ilustrado” de Bradbury con el prejuicio que la ciencia ficción no iba a gustarme. Error, me cautivó. 

Descubrí a Benedetti, que por esas cosas raras de la vida en mi biblioteca no había ningún ejemplar de él, a través de una amiga adolescente que me prestó, mientras sucumbía a la picazón de la varicela, “Primavera con una esquina rota” para que se me hagan más amenos los días de calvario. Bajo mi compulsión, apenas dos horas me duró la amenidad. 

 Por eso caminos del azar, llegué a Cortázar, Sábato, Anais Nin, Henry Miller, Isabel Allende, el hallazgo más placentero fueron “Las mil y una noches”, aún hoy no sé como terminó Scherezade de contarle los cuentos al sultán ya que solo tiraron a la basura el primer tomo, así que todavía no leo las 501 noches que me faltan. 

 Mi juventud me obligó a creer en utopías, por lo tanto incursioné – en el muy amplio sentido de la palabra - en política. Me interesé por los pueblo sometidos y la gente marginada, lo que me llevó a Eduardo Galeano, y a toda biografía de aquel que de un modo u otro se opusiera al sistema: Mandela, Guevara, Castro, Gandhi, Evita… Pasada esta etapa revolucionaria, volví a mis descubrimientos: llegué a Kafka, a Bioy Casares, a Sábato, Art, Dolina, a Ana María Shua, Pizarnik, Ocampo, a Vargas Llosa, Pablo Neruda, García Márquez, Humberto Eco, la majestuosa Cristina Bajo. Y de repente me encontré adulta, madre, maestra, en la biblioteca de mi casa, otra casa, otra biblioteca. Leyendo Elsa Bornemann, Silvia Schujer, Andrea Ferrari, Laura Devetach para mis alumnos, para mi hijo. Y sigo y sigo

Taurograma

Silvina siempre soñaba su sueño sola,
somnolienta sus sábanas sacudía,
solitaria sus suspiros susurraba,
sonriendo sus serenatas sentía,
sorprendida sus sonetos silbaba.

 Su sagrada silueta sinuosa,
solitarias sombras salpicaba
sobre su sombría sala.

Saboreaba sus sensaciones,
sana, sincera, sutilmente
sintiendo sutil sosiego.

Serena sabía su ser, salvado sería.

Jazín y Shaita

El príncipe Jazín estaba enamorado de Shaíta, la hija del herrero, pero sus padres, los reyes del Gran Reino Azul le tenían terminantemente prohibido acercase a ella debido a que no era de la nobleza. 

La belleza de Shaíta era tan singular que no solo el príncipe estaba enamorado de ella, casi todo el palacio suspiraba de amor, entre ellos el gran guerrero Fragur. 

Una noche mientras Jazín contemplaba extasiado a Shaíta, se acercó Fragur y al ver sus ojos de enamorado le dijo que él podía ayudarlo a quebrantar la prohibición de sus padres sin que estos se enterasen. El amor que sentía por Shaíta era tanto que, a pesar de tener que desobedecer a sus padres, el príncipe aceptó. 

Fragur lleva al príncipe a las afueras del palacio diciéndole que allí se encontraba Shaíta esperándolo, pero su secreta intención era que el gran Pájaro de Fuego que asolaba de noche el bosque lo atacara y lo matara. 

Tal era la desolación del príncipe cuando descubrió que Shaíta no vendría, que ni siquiera notó que el Gran Pájaro de Fuego estaba junto a él y conmovido por tanta tristeza le contó que Shaíta no era otra que la princesa Carmín del Reino Rojo, que había sido cambiada al momento de nacer por un hada malvada, como prueba de ello, le regaló un oráculo en que se podía ver todo el pasado incluso, el engaño de Fragur. 

El príncipe regreso al palacio, contó la historia a su padre, y éste emocionado autorizó la boda. Una semana después, el único que no estaba alegre era el guerrero Frangur que como castigo a la traición lo habían mandado a cazar cuatrocientos millones trescientos veintiún mil doscientas treinta y dos ranas para el gran banquete que se daría en el palacio celebrando la boda de Jazín y la princesa Carmín.

Inescrupuloso

Pedro se disponía a comerse un suculento huevo frito cuando descubrió la tragedia: la bolsa de las milonguitas estaba vacía. Miró su reloj, apenas faltaban tres minutos para la una del mediodía, si se apuraba llegaría antes de que la panadería cierre y con suerte podría comprar las últimas dos o tres milonguitas que le quedarían a esa hora. Sin pensarlo dos veces, corrió a la calle, atravesó el jardín y ganó la esquina, cuál no sería su sorpresa cuando casi atropella a Don Esteban, su vecino, que salía de su casa con la misma prontitud que él.

No hicieron falta palabras, cada uno en los ojos del otro divisó el objetivo: hacerse de las últimas milonguitas de la panadería, ambos se miraron como dos gallos de riña, compararon fuerzas y sin mediar palabra alguna emprendieron la carrera.

Don Esteban, a pesar de ser mayor que él, tenía un mejor estado atlético e inmediatamente le sacó casi una cuadra de ventaja. Pero Pedro no se desmoralizó, cuando pasó por la puerta de Doña Rosita, entró al jardincito y al grito de guerra de “en un rato se la devuelvo” se montó en la bici y emprendió nuevamente el camino.

Faltaban apenas una cuadra para llegar a destino y ni noticias de Don Esteban, “claro – pensó riéndose por dentro –con la bici le debo haber sacado dos cuadras de ventaja” Cuando al fin llegó a la panadería menuda decepción se llevó, ya había cerrado.

Golpeó la puerta lo más fuerte que pudo y después de un rato salió Chicho, el ayudante del panadero que le dijo que ya no quedaba más pan, pero que Zoraya su esposa, le daría dos o tres para sacarlo del apuro

Se iba Pedro tan contento por haberle ganado a Don Esteban que no se dio cuenta del gigantesco bache que había delante suyo, cayó desparramado, milonguita de sombrero, y estaba aún tratando de reponerse del golpe cuando se acercó Don Esteban a ayudarlo.

- Pobre Pedro, que golpe te has dado, dejame ayudarte, discúlpame que antes salí tan apurado y ni te salude, es que tenía miedo a que cierre la verdulería, me había preparado un churrasquito y no tenía tomates…visto es que a vos te pasó lo mismo pero con la panadería… vení, vení que doy unos pancitos.

Versión libre del cuento " La sentencia" de Wu Ch'eng-en

"Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo.
El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza.
En el sueño, el emperador juró protegerlo. A la mañana siguiente el emperador relató su sueño a Wei Cheng, éste reaccionando con estupor dijo:

- Señor Emperador: ¿usted no leyó “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud? Según este libro lo que usted tiene es un serio conflicto con su madre, el dragón la simboliza y su inconsciente me sentencia a mí, que soy su hombre de confianza, a que le corte la cabeza, es decir, que la convenza de dejar de meterse en su matrimonio o la emperatriz se va a ir con el primer samurái que la mire dos veces… Pero yo, Wei Cheng, gran conocedor de la ancestral escuela freudiana, voy a liberarlo de ese problema.

A medida que pasaban los días, la madre del emperador iba retirándose discretamente del palacio, dejó de opinar acerca de la vestimenta de la emperatriz, de cómo cocinaba, incluso ignoró el polvo que se amontonaba en las figuritas de origami que pululaban por el palacio, más aún, se dedicó de lleno al fen shui y solo iba al palacio de cuando en cuando. Una de esas noches el emperador volvió a soñar con el dragón, esta vez se presentaba sin cabeza y le decía:

- ¡Oh mi amado Señor! Juraste protegerme, y no solo lo has cumplido, sino que me has liberado. A tu pies mi cabeza y mi gratitud eterna. - Dicho esto, el dragón abrió sus enormes y fantásticas alas doradas y voló.
Lejos, muy lejos.

Cavilaba el emperador su sueño durante la mañana cuando de pronto vio en la bandeja de la correspondencia un sobre que decía: “Haber perdido mi cabeza hizo que encuentre mi corazón”.

Tomo el sobre y lo abrió, dentro, una pequeña esquela rezaba así: Amado hijo mío: decidí que era hora de tomarme unas vacaciones, en este preciso momento estoy con un mojito cubano en la mano navegando en un crucero de lujo por las costas caribeñas, espero que lo entiendas y que te encuentres muy bien. Tu madre que te adora.

P.D.: Debes buscar otro fiel ministro ya que Wei Cheng se encuentra conmigo. Nos casamos ayer.
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